miércoles, 19 de agosto de 2009

La sombrilla de colores brillantes. El Copto II.

Me acerqué a aquel hombre y le pregunté por ese símbolo tan curioso. No suelo ser tan atrevido pero en aquella ocasión me lancé en busca de una explicación. Siempre he considerado que tatuarse un motivo en la piel es algo muy importante. He visto auténticas basuras de tatuajes llevadas con el máximo orgullo. Nombres o diminutivos tatuados en la piel raspando una pipa y rellenando la herida con la tinta de un boli bic explotado para tal evento e incluso tatuarse los tres carcelarios puntos en la mano para impresionar al lumpen que todavía no te conoce. Me interesó esa cruz. Yo había crecido en una localidad de la margen izquierda del Nervión en la época en que el gran dictador había muerto y los movimientos de izquierda hubieron de rellenar el hueco autárquico del que desaparecía irremediablemente. Culturalmente crecí en el rechazo a la religión que me tocaba profesar por cercanía, era la hora y el momento de rechazar lo que el régiman había impuesto desde hacía tanto tiempo; creer en dios no estaba bien visto y aquí me incluyo, nadie obligaba a creer o no creer pero lo que se movía viscosamente por los adoquines era el no. Había quien se tatuaba cruces invertidas emulando a los adoradores de lo oculto o yo que sé; había que rechazar sistemáticamente todo lo relacionado con la religión. Y eso que hasta los catorce años estuve obligado a acudir a misa los domingos y ya en la etapa final de esas visitas le decía a mi madre que prefería ir solo para irme con mi amigo el "pastor de vacas" a jugar con los videojugos cutres de un espectrum.
Pero Pedro llevaba un tatuaje de una cruz tal cual, y con todo su orgullo...

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