El sol de invierno entraba oblicuo por
la tremenda cristalera del bar. Cerca de la puerta dos amigas conversaban
amigablemente. Una daba consejos mientras la otra planteaba problemas. La que
planteaba los problemas parecía preocupada. La consejera parecía muy segura de
sí misma aunque también se la intuía preocupada por su amiga. Ambas se habían
calzado las zapatillas de deporte compradas en el Decathlon y habían madrugado
aquella mañana de sábado que habían dado lluvia. El bar no era nada del otro
mundo, eso se notaba por la música dance que no paraba de sonar, pero tenía
algo especial, sería la decoración, serían los pechos al aire de la camarera que
era inevitable no observar con fruición. !Dios mío¡ Qué pechos más elegantes,
grandes y esbeltos. Aunque la gravedad los colocaba en un pequeño plano
inclinado la arquitectura de sus ropajes los mantenían en
una verticalidad maravillosa. Las efigies de los diseñadores de estos
artilugios de vestuario deberían adueñarse de los espacios vacíos que ocupaban las estatuas
ecuestres del dictador, hoy por hoy desapareciendo con nocturnidad y alevosía.
El problema principal debía estar
relacionado con alguna ruptura sentimental; podría ser un divorcio o algo peor
a tenor por la cara de la sufridora.
Una ruptura se vive como una muerte,
aunque una muerte no tiene marcha atrás y de una ruptura siempre de puede
salir. Hay quien dice que el sufrimiento es necesario, que "la virtud sin adversario languidece", lo oiremos muchas
veces, quizá demasiadas, qué le vamos a hacer.
Las dos chicas salieron del bar y
enfilaron el camino del sol, entre la bruma de un día húmedo de invierno.
Mientras detrás de la barra esos generosos pechos servían cafés y mostos. Me di
cuenta de lo feliz que era en ese instante.
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