miércoles, 7 de diciembre de 2016

Las chicas y la ouija


El sol de invierno entraba oblicuo por la tremenda cristalera del bar. Cerca de la puerta dos amigas conversaban amigablemente. Una daba consejos mientras la otra planteaba problemas. La que planteaba los problemas parecía preocupada. La consejera parecía muy segura de sí misma aunque también se la intuía preocupada por su amiga. Ambas se habían calzado las zapatillas de deporte compradas en el Decathlon y habían madrugado aquella mañana de sábado que habían dado lluvia. El bar no era nada del otro mundo, eso se notaba por la música dance que no paraba de sonar, pero tenía algo especial, sería la decoración, serían los pechos al aire de la camarera que era inevitable no observar con fruición. !Dios mío¡ Qué pechos más elegantes, grandes y esbeltos. Aunque la gravedad los colocaba en un pequeño plano inclinado  la  arquitectura de sus ropajes los mantenían en una verticalidad maravillosa. Las efigies de los diseñadores de estos artilugios de vestuario deberían adueñarse de  los espacios vacíos que ocupaban las estatuas ecuestres del dictador, hoy por hoy desapareciendo con nocturnidad y alevosía.
El problema principal debía estar relacionado con alguna ruptura sentimental; podría ser un divorcio o algo peor a tenor por la cara de la sufridora.  

Una ruptura se vive como una muerte, aunque una muerte no tiene marcha atrás y de una ruptura siempre de puede salir. Hay quien dice que el sufrimiento es necesario, que "la virtud  sin adversario languidece", lo oiremos muchas veces, quizá demasiadas, qué le vamos a hacer.

Las dos chicas salieron del bar y enfilaron el camino del sol, entre la bruma de un día húmedo de invierno. Mientras detrás de la barra esos generosos pechos servían cafés y mostos. Me di cuenta de lo feliz que era en ese instante.

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