
No recuerdo como era exactamente la historia pero durante su oralidad agarraba cariñosamente nuestras cabezas; la mía y la de mi hermano, para terminar la historia chocándolas y riéndose estrepitosamente. Recuerdo que yo me eché a llorar unos segundos porque a él le daba igual que lloráramos así que lo consideré inútil. Cruzó sus manos, apoyo sus codos en la orejas del sofá y siguió tan tranquilo viendo la televisión. Informe Semanal, creo recordar.
Por aquella época mi madre me había apuntado a los boy scouts (este dato siempre lo escondo en mi curriculum). Me fastidiaba ser el único de la excursión que no tenía un katilu. Un katilu es una taza de metal donde verter los líquidos calientes. La verdad es que es una estupidez, pero me fastidiaba. Así que insistí e insistí hasta que mi madre me compró un katilu azul de fondo blanco. Lo compró el día del Informe Semanal en casa de mis abuelos y cuando íbamos camino de casa, subiendo la oscura cuesta que nos conectaba con mi barrio, una tarde lluviosa de invierno, con el aroma a humo agrio de la central térmica de Iberduero, una persona saludó a mi madre desde el tercer piso de la casa de enfrente de la carretera que unía todo aquello. Fatal. Al levantar mi señora madre la mano de la emoción que le daba que la saludaran no se acordó de que llevaba en una triste bolsa de plástico mi katilu nuevo. Vi caer al katilu dentro de la bolsa durante el corto espacio de tiempo que duró hasta el golpe final con sonido incluido.
El katilu no se rompió pero quedó marcado para siempre con un desconchado negro que todavía conservará, donde quiera que esté.
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