domingo, 27 de diciembre de 2009
El mensaje del rey
El mensaje del rey cayó como un jarro de agua fría. No había opción. Su majestad acababa de leer la sentencia. El campesino quiso correr pero no sabía hacia donde. No era fácil escapar de sus propias tierras, abandonar a su mujer y a sus hijos ahora que empezaban a servir para el trabajo. Debían abandonar su culto y adorar al nuevo ser. La cosa no era fácil. La tierra dejaría de dar sus frutos, las enfermedades camparían a sus anchas. Ahora que había empezado a construir una morada a base de piedras debía marcharse. Olvidar el culto no iba a ser fácil así que ni corto ni perezoso el campesino se echó al monte. No le sería difícil sobrevivir en aquellas condiciones, bajaría una vez al mes a visitar a su familia. El mensaje del rey cayó como un jarro de agua fría. El campesino acató la sentencia.
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Verde ciudad
Ciudades verdes
paseos largos
aceras invisibles
árboles mágicos que aparecen detrás del semáforo
Huele a humo de hojas secas
el run run de los pájaros posados en los cables de las antenas de telefonía.
Ciudades verdes
paseos cortos
chimeneas que se esconden entre la hierba
curvas abiertas al viento del nordeste
rayas pintadas sobre las piedras del río
salto de cebra por el paso angosto
Ciudades verdes
miércoles, 2 de diciembre de 2009
Exilio!
La sombra del olvido
el camino de la soledad
con los pies desnudos y el pecho abierto
sombras de lo que pudo haber sido
espectros del mañana bajo el árbol maldito
tiempo de locura.
Hierba que no crece, lluvia que no cae
camisas rasgadas con carboncillos rojos
cartas que no llegan, besos que no se mandan.
Estómagos doloridos y esperanzas rotas.
Regreso al olvido. Fantasmas y silencios.
martes, 1 de diciembre de 2009
Historia de un desconchado.
Corrían buenos los tiempos a la edad de once años. Yo recuerdo vagamente esta historia. Fue hace mucho tiempo. Los sábados acostumbrábamos a ir toda la familia a la casa de mis abuelos maternos. Mi abuelo era un antiguo trabajador de los orgullosos Altos Hornos de Bizkaia. En más de una ocasión le habían llevado a casa en parihuelas debido a los gases inhalados durante el proceso de extracción del hierro mediante el método Bessemer. Antes, a la edad de once años había sido marino y con catorce, mi abuelo, había estado en Nueva York. Lo cual para mí era un fastidio porque de vez en cuando nos contaba la historia de dos chinos que viajaban con él en el barco.
No recuerdo como era exactamente la historia pero durante su oralidad agarraba cariñosamente nuestras cabezas; la mía y la de mi hermano, para terminar la historia chocándolas y riéndose estrepitosamente. Recuerdo que yo me eché a llorar unos segundos porque a él le daba igual que lloráramos así que lo consideré inútil. Cruzó sus manos, apoyo sus codos en la orejas del sofá y siguió tan tranquilo viendo la televisión. Informe Semanal, creo recordar.
Por aquella época mi madre me había apuntado a los boy scouts (este dato siempre lo escondo en mi curriculum). Me fastidiaba ser el único de la excursión que no tenía un katilu. Un katilu es una taza de metal donde verter los líquidos calientes. La verdad es que es una estupidez, pero me fastidiaba. Así que insistí e insistí hasta que mi madre me compró un katilu azul de fondo blanco. Lo compró el día del Informe Semanal en casa de mis abuelos y cuando íbamos camino de casa, subiendo la oscura cuesta que nos conectaba con mi barrio, una tarde lluviosa de invierno, con el aroma a humo agrio de la central térmica de Iberduero, una persona saludó a mi madre desde el tercer piso de la casa de enfrente de la carretera que unía todo aquello. Fatal. Al levantar mi señora madre la mano de la emoción que le daba que la saludaran no se acordó de que llevaba en una triste bolsa de plástico mi katilu nuevo. Vi caer al katilu dentro de la bolsa durante el corto espacio de tiempo que duró hasta el golpe final con sonido incluido.
El katilu no se rompió pero quedó marcado para siempre con un desconchado negro que todavía conservará, donde quiera que esté.
No recuerdo como era exactamente la historia pero durante su oralidad agarraba cariñosamente nuestras cabezas; la mía y la de mi hermano, para terminar la historia chocándolas y riéndose estrepitosamente. Recuerdo que yo me eché a llorar unos segundos porque a él le daba igual que lloráramos así que lo consideré inútil. Cruzó sus manos, apoyo sus codos en la orejas del sofá y siguió tan tranquilo viendo la televisión. Informe Semanal, creo recordar.
Por aquella época mi madre me había apuntado a los boy scouts (este dato siempre lo escondo en mi curriculum). Me fastidiaba ser el único de la excursión que no tenía un katilu. Un katilu es una taza de metal donde verter los líquidos calientes. La verdad es que es una estupidez, pero me fastidiaba. Así que insistí e insistí hasta que mi madre me compró un katilu azul de fondo blanco. Lo compró el día del Informe Semanal en casa de mis abuelos y cuando íbamos camino de casa, subiendo la oscura cuesta que nos conectaba con mi barrio, una tarde lluviosa de invierno, con el aroma a humo agrio de la central térmica de Iberduero, una persona saludó a mi madre desde el tercer piso de la casa de enfrente de la carretera que unía todo aquello. Fatal. Al levantar mi señora madre la mano de la emoción que le daba que la saludaran no se acordó de que llevaba en una triste bolsa de plástico mi katilu nuevo. Vi caer al katilu dentro de la bolsa durante el corto espacio de tiempo que duró hasta el golpe final con sonido incluido.
El katilu no se rompió pero quedó marcado para siempre con un desconchado negro que todavía conservará, donde quiera que esté.
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